Trabajos

Sobre los beneficios fiscales en los tributos locales. Una mirada desde la Economía.

El trabajo expone una magnífica reflexión acerca de si los beneficios fiscales que actualmente se aplican a los tributos locales, están cumpliendo la verdadera finalidad de servir como instrumentos de política económica y social, teniendo en cuenta que el sistema tributario local está basado en hechos imponibles de naturaleza real y que no tienen en cuenta la circunstancias personales de los obligados al pago.


Introducción

En Economía, hablar de beneficios fiscales es hacerlo de un instrumento mediante el cual se pretende incentivar cambios en la conducta de los contribuyentes tendentes al logro de determinados objetivos de política económica o social, entendidos ambos en sentido amplio. La contrapartida es una erosión en la capacidad recaudatoria a corto plazo. Concretamente, para el ejercicio presupuestario de 2018, la suma de los beneficios fiscales previstos en la correspondiente memoria de los Presupuestos Generales del Estado ascendía a 34.825 millones de euros, un 22,8 por ciento de los ingresos teóricos a recaudar.

Así, acciones vinculadas con objetivos estratégicos de estabilización y desarrollo económicos tales como la creación de empleo, la innovación tecnológica o en general la investigación científica y técnica son, a menudo, incentivadas mediante deducciones, bonificaciones u otros gastos fiscales en tributos como el impuesto de sociedades o el impuesto sobre la renta de las personas físicas. Lo mismo podría decirse en relación con el logro de metas de carácter medioambiental, como son las que tratan de estimular el empleo de energías renovables, el reciclaje de residuos, la depuración de aguas o la repoblación forestal. Y, por supuesto, cuando se trata de perseguir finalidades de tipo social como el acceso, producción y difusión de actividades culturales, la conciliación familiar, el bienestar de minorías desprotegidas, el acceso a bienes preferentes o de primera necesidad, tales como la vivienda, la educación, la sanidad o la sustitución de rentas (pensiones), y, en general, la acción cooperativa de organizaciones sin ánimo de lucro o las labores de mecenazgo de personas y empresas.

 
La lógica económica de los beneficios fiscales

En todos estos casos, se considera que podría estar justificado renunciar a parte de la recaudación «esperada» de tributos más o menos consolidados, a cambio de la modificación de los comportamientos individuales, por cuanto se confía en que, a medio plazo, estos cambios de actitudes llevarían a reducciones en las necesidades que deben ser cubiertas por los poderes públicos y, consiguientemente, a menor gasto público.

Visto así, se puede entender, con carácter general, la lógica económica de los beneficios fiscales. No dejarían de ser un medio más con el que contribuir a alcanzar un fin más importante. Sin embargo, desde la misma lógica se debería analizar los efectos colaterales que pudieran verse inducidos por cada uno de los beneficios fiscales concedidos.

 

Podría estar justificado renunciar a parte de la recaudación «esperada» de tributos más o menos consolidados, a cambio de la modificación de los comportamientos individuales

 

Por ejemplo, cabe esperar que los agentes económicos se adapten a las nuevas condiciones regulatorias y adopten decisiones que no siempre van a estar alineadas con los objetivos buscados por el legislador y que podrían incluso dar lugar a resultados contraproducentes. Para muestra, un botón.

Durante muchos años, y con el objetivo de hacer efectivo el derecho constitucional a una vivienda digna, se consolidó en nuestro país un beneficio fiscal que adoptó la forma de deducción en el IRPF por adquisición de vivienda. Aunque la regulación concreta fue modificándose en el tiempo, desde una amplia aparente «generosidad» que reconocía el derecho a deducirse en la base imponible del impuesto (y por tanto ahorrarse al tipo marginal) los intereses de capitales ajenos, y en la cuota un porcentaje del capital invertido en la adquisición, con límites muy laxos, hasta regulaciones más restrictivas, numerosas evaluaciones empíricas han venido a demostrar que los efectos de capitalización de estos beneficios fiscales favorecieron más en realidad a los agentes vendedores (constructoras, inmobiliarias y entidades financieras) que a los compradores (consumidores de servicios de vivienda) a quienes supuestamente se pretendía aliviar. En efecto, esta regulación pudo haber contribuido a empujar al alza los precios en los préstamos hipotecarios y, en general, los precios de la vivienda en propiedad, provocando, en consecuencia efectos distributivos ajenos a los buscados, además de incidir indirectamente en la estructura de consumo del mercado de la vivienda (elección entre vivienda en alquiler y vivienda en propiedad). No es este un asunto baladí y tampoco debería resultar extraño a los conocedores de las reglas que condicionan el funcionamiento de los mercados. Los economistas solemos hablar, a menudo algo crípticamente, de conceptos como las elasticidades o los fenómenos de traslación implícita de las cargas tributarias (y simétricamente de las bonificaciones, deducciones, subvenciones y demás beneficios) y por lo tanto, ante la implantación de cualquier tipo de beneficio fiscal conviene estimar previamente no sólo las eventuales pérdidas de recaudación esperadas, que nos darán una primera idea del coste de oportunidad de los servicios a los que estaríamos renunciando, sino también las distorsiones y los efectos redistributivos que implícitamente estemos induciendo.

 
La lógica política de los beneficios fiscales

En cualquier caso, no conviene olvidar que los beneficios fiscales son instrumentos de gestión pública y como tales también están sometidos a una lógica política y en Política, como en Economía, las cosas no siempre son lo que parecen.

 

Los beneficios fiscales son instrumentos de gestión pública y como tales también están sometidos a una lógica política

 

En su deliciosa novela La silla del águila, una brillante reflexión sobre el ejercicio del poder en México, el renombrado escritor Carlos Fuentes pone en boca de uno de sus personajes una frase definitiva: «Los pueblos juzgan más por lo que ven que por lo que entienden». Llevada a nuestro terreno, hay pocas formas mejores de expresar lo que viene a ser el arte de la política en términos de gestión pública. La creciente complejidad de los sistemas tributarios hace que a menudo los verdaderos efectos económicos (eficiencia) y distributivos (equidad) de las medidas adoptadas aparezcan disueltos en todo un maremágnum de deducciones, desgravaciones, bonificaciones o exenciones parciales, cuya última razón de ser resulta muchas veces difícilmente explicable, pero cuyo mantenimiento permanece asegurado ante los costes de impopularidad entre los colectivos afectados que debería asumir quien las amenace. Los economistas llamamos «ilusión fiscal» a esa especie de «anestesia» que nos impide conocer la realidad de los tributos que pagamos y comparar consiguientemente la carga fiscal que soportamos personalmente con la de otros congéneres. Así, es ilusión fiscal lo que lleva a un ciudadano entrevistado por una cadena de televisión a responder que él no paga impuestos, sino que a él le «paga» Hacienda, pues su declaración de IRPF le ha salido a devolver. Evidentemente, ese ciudadano «iluso» no es consciente de que cada vez que toma una decisión de consumo está pagando un impuesto indirecto, el cual, al ir incorporado al precio, no es capaz de desagregar. Eso le pasa cuando llena el tanque de gasolina, cuando se toma una cerveza, cuando recibe la factura de la luz o cuando se compra su paquete vacacional. Al decir que a él le paga Hacienda tampoco es totalmente consciente de que en realidad la AEAT únicamente le está devolviendo una parte de lo que ya pagó en forma de esas retenciones que ya no recuerda y que le fueron practicadas en el salario que cada mes recibía de su empresa, o en los intereses o dividendos de los activos financieros en los que materializaba su ahorro. Por el contrario, sí será consciente de las deducciones que aprovecha por esa donación a la ONG con la que colabora o por esa vivienda que compró hace quince años y cuya propiedad todavía hoy sigue compartiendo con la entidad financiera que le facilitó el préstamo hipotecario.

La ilusión fiscal es un potente instrumento en manos de los gobiernos, en la medida en que permite que los ciudadanos infravaloren sus aportaciones al sostenimiento de los servicios públicos. Puesto que pagar impuestos es impopular, todo aquello que permita disimular su exigencia tiende a ser bien visto por los gobernantes en general. Por volver a una referencia literaria, en uno de los pasajes de su última novela el aclamado escritor francés Pierre Lemaitre relata el caso de un personaje que «más por intuición que por reflexión, había escogido un caballo de batalla extraordinariamente popular, capaz de aunar voluntades más allá de su bando, de movilizar tanto a ricos como a pobres, a conservadores como a liberales: la lucha contra los impuestos.» De ahí que quien gobierna profese, en general, una cierta predilección por los impuestos indirectos y siga las tendencias a expandir el uso de domiciliaciones bancarias (más allá de sus evidentes ventajas en términos de gestión) a multiplicar los hechos imponibles (mejor muchos impuestos pequeños que se perciben poco, que pocos grandes muy visibles) y a extender los beneficios fiscales en una suerte de «populismo fiscal», aunque sus resultados prácticos en términos de eficiencia, equidad y transparencia dejen bastante que desear. No en vano, «los humanos, en el dolor más hondo, podemos sentirnos confortados si en la pena nos conceden una rebaja menor.»

Pues bien, si lo comentado hasta aquí debería ponernos alerta acerca de los efectos reales de los beneficios fiscales, su uso generalizado por parte de las haciendas locales debería, a mi juicio, incorporar todavía prevenciones adicionales, debido a dos circunstancias especialmente relevantes que se dan en el mundo local: de un lado, su marco competencial y consiguientemente las funciones principales atribuidas a los gobiernos locales en el reparto de tareas inherente a nuestro ámbito de descentralización fiscal; de otro, las características concretas de nuestro sistema tributario local, esto es de los impuestos tasas y contribuciones especiales que lo conforman.

 
El marco competencial de los gobiernos locales

En los manuales tradicionales de Hacienda Pública, desde Musgrave (1959) se atribuye a las Administraciones Públicas tres funciones básicas a desempeñar en el contexto de las economías de mercado.

En primer lugar, se les pide que cumplan lo que se conoce como función de asignación, esto es la provisión de bienes y servicios públicos, cuyas características intrínsecas hacen que sean de difícil o imposible suministro por parte de los agentes privados, bien por ser de consumo conjunto y dificultad máxima de individualización de consumidores o usuarios (bienes públicos puros), por generar efectos externos (positivos o negativos) sobre personas diferentes de los propios usuarios, o por ser suministrados en condiciones de información asimétrica (lo que los economistas llamamos según los casos selección adversa o riesgo moral).

 

Puesto que pagar impuestos es impopular, todo aquello que permita disimular su exigencia tiende a ser bien visto por los gobernantes

 

En segundo lugar, se les demanda que satisfagan la denominada función de distribución, es decir que corrijan en la medida que políticamente se demande las desigualdades de renta y riqueza consideradas en cada momento indeseables.

Por último, se les requiere que reviertan determinados desequilibrios macroeconómicos eventualmente originados por el funcionamiento libre de las fuerzas de mercado (desempleo, inflación, desequilibrios en el comercio exterior) y que sienten las bases para un desarrollo económico sostenible, lo que se viene a denominar función de estabilización.

Además, desde Oates (1972), los manuales de descentralización fiscal vienen recomendando que los gobiernos locales se circunscriban básicamente al desempeño de la primera de las funciones indicadas, la provisión de bienes y servicios públicos de carácter local, dejando las materias redistributivas y estabilizadoras en manos de instancias de gobierno de niveles superiores, que podrían llevarlas a cabo con más garantías de éxito.

Ciertamente, más allá del hecho de que los gobiernos locales pudieran contribuir marginalmente al logro de alguno de estos objetivos, por ejemplo implicándose en el desarrollo de políticas activas de empleo, parece bastante evidente que los grandes instrumentos de política estabilizadora (fundamentalmente la política monetaria y los instrumentos de política fiscal que actúan como estabilizadores automáticos) no se muestran adecuados para su uso a nivel local. Lo mismo sucede en el terreno redistributivo, donde la mayor apertura de mercados y las más amplias facilidades para la movilidad de personas y empresas sin duda harán inefectivo cualquier intento «agresivo» de redistribución local. La vieja teoría de Tiebout (1956) que acuñó el término «votación con los pies» ya planteaba los riesgos de la competencia fiscal local.

Pues bien, el modelo español de descentralización fiscal responde bastante adecuadamente (en lo que a los gobiernos locales respecta) a ese esquema funcional convencional. A expensas de las modificaciones que se pudieran producir si algún día tiene lugar la, tantas veces demandada como pospuesta, reforma del sistema de haciendas locales, lo cierto es que el esquema competencial que emana de la normativa vigente encaja fielmente en un modelo de «hacienda de servicios», en el que las administraciones públicas se deben ocupar básicamente de prestar bienes y servicios públicos, la mayoría de ellos servicios tradicionales (alumbrado, abastecimiento de agua, recogida de residuos, policía local,…), aun cuando se observa una creciente tendencia (y no pacífica, en términos de conflictos entre administraciones) a asumir la gestión de servicios sociales, sobre todo en el ámbito de los municipios de mayor dimensión.

Como quiera que de la definición y de la lógica económica de los beneficios fiscales se desprende que éstos tienden a estar especialmente vinculados a objetivos de tipo redistributivo y estabilizador, no parece, por tanto, que su despliegue en el terreno de la gestión pública local sea algo indispensable. Más bien por el contrario, parece que si este instrumento tiene algún sentido, éste sería aquí bastante marginal.

 
Las características del sistema tributario local en España

Por otra parte, la propia estructura del sistema tributario local español parece también pensada para el desarrollo de esas funciones clásicas de suministro de servicios básicos.

Cuando en los años de la transición a la democracia, el gobierno en el que destacaban Enrique Fuentes Quintana y Francisco Fernández Ordóñez articuló las características básicas de lo que fue la gran reforma fiscal, esto quedó, al menos aparentemente, bastante claro. La nueva tributación directa fue edificada sobre la base de un impuesto progresivo sobre la renta y otro sobre los beneficios de las Sociedades y la indirecta sobre un impuesto sobre el valor añadido que debía sustituir al arcaico e injustificable impuesto general sobre el tráfico de empresas. Con todo ello, más los primeros escarceos de un modelo para la financiación de las nuevas y pujantes administraciones autonómicas, que cristalizaría en la Ley Orgánica 8/1980, de 22 de septiembre, de Financiación de las Comunidades Autónomas (LOFCA), la tributación local heredó unos impuestos de producto refundados (el impuesto sobre bienes inmuebles (IBI), sustituto de las viejas contribuciones territoriales rústica y urbana, y el impuesto sobre actividades económicas (IAE), que refundió a las licencias fiscales por actividades comerciales, industriales profesionales y artísticas y al impuesto de radicación) y el viejo impuesto de circulación de vehículos al que se le cambió el nombre por el de impuesto de vehículos de tracción mecánica (IVTM). Además, con carácter potestativo se permitió a los ayuntamientos recaudar un impuesto sobre el incremento de valor de los terrenos de naturaleza urbana (IIVTNU, el viejo impuesto de plusvalía reformado) y un impuesto de nueva creación sobre construcciones, instalaciones y obras (ICIO), al tiempo que se suprimieron el impuesto sobre solares y el impuesto sobre gastos suntuarios, excepción hecha de la parte relativa al aprovechamiento privado de cotos de caza y pesca.

No es este lugar para hacer un balance crítico de lo que supuso la evolución en el tiempo de estos tributos locales, ni de algunos complementos más recientes, como la participación territorializada en el IRPF, IVA e Impuestos Espaciales concedida, sin capacidad normativa, a los municipios de mayor dimensión. Sin embargo, lo que me interesa resaltar a efectos de este artículo es que el sistema tributario local así constituido, y que, con variaciones que no alteran su esencia, sigue en vigor en el momento presente, está basado en hechos imponibles de naturaleza real y que por tanto no tienen en cuenta las circunstancias personales de los obligados al pago.

Así, por ejemplo, el principal de estos tributos, tanto por su capacidad recaudatoria, como por el hecho de ser el más indicado y recomendado por la teoría económica para nutrir las arcas locales es el IBI, impuesto de base patrimonial que, a diferencia de los impuestos sobre el patrimonio neto, grava únicamente el valor administrativamente fijado de un determinado tipo de elementos patrimoniales (inmobiliarios), sin permitir la deducción de cargas o deudas (valor bruto) que afecten ni al mencionado elemento, ni personalmente al contribuyente. Quiero decir con esto que la aproximación a la capacidad de pago del sujeto pasivo es, ciertamente, relativa.

Imaginemos dos contribuyentes idénticos (misma edad, misma profesión, mismo salario, mismas cargas familiares, mismo estado de salud…). Imaginemos ahora que los dos son vecinos que han adquirido sus viviendas en la misma fecha y por el mismo precio (las viviendas son idénticas en tamaño y en valoración catastral). No obstante, uno de ellos la ha comprado al contado, disponiendo de sus ahorros acumulados, mientras que el otro lo ha hecho solicitando un crédito hipotecario que afecta al 60 por ciento del valor de su vivienda. En pureza, los valores netos de los inmuebles son diferentes, pues sobre el segundo pesa una deuda. Sin embargo, ambos contribuyentes pagarán el mismo importe de IBI. Podría argumentarse que, en realidad, aunque los valores netos del inmueble sean distintos, en la práctica, la capacidad contributiva de los contribuyentes podría ser aproximadamente la misma, bajo las condiciones de nuestro ejemplo, siempre que la rentabilidad alcanzable por los activos financieros fuese similar a los costes financieros del préstamo hipotecario. En esas circunstancias el IBI no estaría perjudicando de manera muy sensible al propietario endeudado, en relación con el otro, pero el hecho es que el IBI es un impuesto real que grava únicamente la cosa (la vivienda en este caso) y no el patrimonio total del individuo que la detenta.

 

El sistema tributario local está basado en hechos imponibles de naturaleza real y que no tienen en cuenta las circunstancias personales de los obligados al pago

 

Con todo, los hechos en la vida real no son tan estilizados. Por una parte no es muy realista suponer que el contribuyente medio puede endeudarse al mismo tipo de interés al que ve retribuidos sus activos, y por otra son relativamente pocos quienes pueden permitirse invertir en una vivienda pagando al contado, de modo que las comparaciones más realistas serían bien entre dos contribuyentes, uno de los cuales ha terminado de pagar su hipoteca y por lo tanto ocupa un inmueble de su entera propiedad y otro similar que comparte (en la práctica) un porcentaje relevante del valor de su vivienda con una institución financiera, o bien entre quien ocupa una vivienda de su propiedad (hipotecada o no) y quien habita una arrendada.

En ambos casos, el IBI aparece como un impuesto generador de ciertas dosis de inequidad. En el primero, por la razón ya expuesta (grava bases imponibles idénticas, cuando las capacidades económicas que reflejan no lo son) y en el segundo porque discrimina a quienes invierten en vivienda (sujetos al impuesto) respecto a quienes deciden hacerlo en elementos patrimoniales alternativos, al no existir otro impuesto de base patrimonial que grave la tenencia de, por ejemplo, activos financieros. En estas condiciones, la incorporación de beneficios fiscales a la regulación del tributo (como de hecho existen en la actualidad) ofrece cuanto menos argumentos para el debate. Veamos a título de ejemplo el caso de la bonificación a los sujetos pasivos que ostenten la condición de titulares de familia numerosa (hasta el 90 por ciento de la cuota íntegra, según dispone el art. 74.4 del TRLRHL).

Supongamos una vez más el caso de dos familias (numerosas) idénticas en tamaño (pongamos por ejemplo cónyuges y cuatro hijos a su cargo), pero diferentes en status económico. La primera reside en una vivienda unifamiliar en propiedad radicada en una urbanización exclusiva, con todas las comodidades. La segunda reside en un piso en régimen de alquiler, cuya propietaria es una persona soltera y sin hijos, situado en un barrio marginal del mismo municipio. Imaginemos ahora que el ayuntamiento ha decidido potestativamente, al amparo de la legalidad vigente, efectivamente bonificar en un 90 por ciento la cuota íntegra del IBI para aquellos inmuebles cuyo propietario tenga la condición de titular de familia numerosa. Supongamos además que el IBI se tiene en cuenta a la hora de fijar el precio de alquiler de las viviendas, esto es, que el tributo se repercute al inquilino, que es quien finalmente soporta la carga tributaria correspondiente al mismo. Obsérvese la flagrante inequidad a la que daría lugar la bonificación comentada. La familia de alta renta se vería beneficiada por la misma, al tener que contribuir solamente con el 10 por ciento de la cuota íntegra del tributo, mientras que la de baja renta soportaría en la práctica el 100 por cien de la cuota íntegra correspondiente a un inmueble que utiliza como vivienda, pero del que ni siquiera es propietaria (el propietario no ostenta la titularidad de una familia numerosa y por lo tanto no puede acogerse a la bonificación). Más aún, si la familia de alta renta hubiese decidido invertir, además, en otros inmuebles, podría incluso llegarse a dar el caso de verse beneficiada por la bonificación en la tributación de esos otros bienes inmobiliarios, lo cual agravaría aún más si cabe la inequidad de la medida.

Ciertamente, el ejemplo expuesto puede parecer extremo e incluso caricaturesco, pero es sólo una muestra de hasta qué punto utilizar medidas fiscales para alcanzar objetivos sociales puede resultar a veces contraproducente. Permítaseme como complemento un ejemplo alternativo de signo contrario, referido a este mismo tributo.

La regulación del IBI incluye un tipo especial de «beneficio fiscal negativo», que es el que pudiera afectar a las viviendas desocupadas

En economía es habitual utilizar los signos de modo eufemístico. Por eso hablamos a veces de «crecimiento negativo», en vez de hablar de declive o de «beneficios negativos» por no decir pérdidas. Pues bien, desde este punto de vista, la regulación del IBI también incluye un tipo especial de «beneficio fiscal negativo», valga el eufemismo, por no decir castigo o penalización, que es el que pudiera afectar a las viviendas desocupadas.

Así, el tercer párrafo del art. 72.4 del TRLRHL establece que «tratándose de inmuebles de uso residencial que se encuentren desocupados con carácter permanente, los ayuntamientos podrán exigir un recargo de hasta el 50 por ciento de la cuota líquida del impuesto…» La verdad es que este precepto raramente ha sido llevado a la práctica por la expectativa de litigiosidad que le acompaña ante la falta de desarrollo reglamentario del párrafo mencionado (cuando se debe considerar un inmueble «desocupado con carácter permanente»), pero imaginémonos una vez más un supuesto práctico ante el que, eventualmente, nos pudiéramos encontrar. Ciertamente, la lógica de la medida se entiende que es incentivar la movilización de recursos ociosos, un poco en la línea de lo que se buscaba con el extinto impuesto de solares. Dada la presunta insuficiencia en la oferta disponible de vivienda, se trata de encarecer, por medios fiscales, la retención de la misma, de modo que quien tenga una vivienda vacía sepa que no sólo no le reporta rendimientos (en forma de utilidad directa por su uso propio, o de retribución monetaria en forma de alquileres recibidos), sino que además se va ver penalizado. Sin embargo, las viviendas desocupadas no siempre lo están por voluntad propia. Piénsese por ejemplo en lo que sucedió en los últimos años con la crisis económica que siguió al pinchazo de la burbuja inmobiliaria. Imagínese el caso de un promotor que construye un importante número de viviendas y que de pronto se ve inmerso en una crisis que le impide colocarlas en el mercado a un precio que le resulte mínimamente rentable. ¿Nos parecería justo penalizar fiscalmente a este propietario por tener desocupados inmuebles para los que no encuentra comprador?

Hasta aquí he puesto ejemplos (insisto, probablemente extremos) de medidas al alcance de los gobiernos locales que se refieren al IBI como principal tributo municipal, pero los beneficios fiscales (y contrariamente las penalizaciones), como es conocido, se extienden a todo el sistema tributario local, incluidos el resto de impuestos, tasas y contribuciones especiales. Mi intención con ellos era mostrar cómo muchas veces tratar de conseguir objetivos diversos con un único instrumento no es una decisión acertada y sería bueno, en todo caso, evaluar las alternativas.

 

Existe una relativamente amplia literatura económica que ha estudiado los procesos de «imitación fiscal» entre municipios vecinos

 

En particular, y en la medida en que los tributos locales tienen todos ellos carácter real y acotado (no son tributos que graven bases generales como el conjunto de la renta o el patrimonio neto), pretender incorporar en ellos elementos de personalización al objeto de satisfacer objetivos «sociales» no creo que sea una buena idea, por cuanto seguramente generarán nuevas distorsiones al tiempo que minoran la capacidad recaudatoria de los municipios impidiéndoles desarrollar adecuadamente sus cometidos, y ello por no hablar del uso demagógico y populista que a menudo se hace de estas medidas en el terreno de juego político. Como es sabido y decía en un precioso cuento la escritora cubana Lydia Cabrera «el que da, siempre le parece que da mucho, aunque dé poco; el que recibe, siempre cree que le dan poco, aunque reciba mucho». A nadie le resulta extraño, por tanto, ver cómo un grupo político reacio a conceder un beneficio fiscal a un colectivo por «responsabilidad» donde gobierna exige vehementemente su instauración en el municipio vecino como «derecho inalienable». Existe una relativamente amplia literatura económica que ha estudiado los procesos de «imitación fiscal» entre municipios vecinos que muestran ciertos grados de convergencia entre los tipos efectivos de los tributos locales lo que, en alguna medida, vienen a demostrar que una vez se echa a rodar la vía populista esta resulta difícil de detener.

En la actualidad, y sin tener en cuenta las exenciones subjetivas, muchas de las cuales también podrían ser objeto de discusión, el TRLRLH recoge entre bonificaciones obligatorias y potestativas más de un veintena de supuestos, la mayoría de las cuales podrían ser, a mi juicio, totalmente prescindibles.

 
A modo de conclusión. El futuro de los beneficios fiscales en los tributos locales

A lo largo de este artículo he tratado de poner de manifiesto una serie de hechos que nos deberían aconsejar ser cautos a la hora de utilizar los beneficios fiscales como instrumentos de política económica y social en el ámbito local. Mi enfoque se aleja probablemente de lo que es el contenido principal de este número monográfico, esencialmente jurídico, para dar una visión complementaria desde la Economía.

Así, hemos visto cómo desde este punto de vista, los beneficios fiscales aparecen como herramientas adecuadas para contribuir al logro de objetivos redistributivos y estabilizadores. En el primer caso sirven para mejorar la equidad de determinados impuestos, al tener en cuenta circunstancias personales o familiares que permitan ser más certeros en la evaluación de la capacidad de pago, razón por la cual están especialmente indicados para su establecimiento en tributos de bases amplias y carácter personal, como el IRPF, el Impuesto sobre el Patrimonio Neto o el Impuesto sobre Sucesiones. En el segundo, se trata de inducir cambios en el comportamiento de los agentes económicos que, si bien pueden ser vistos como distorsiones en el libre funcionamiento del mercado, permitirían alcanzar objetivos de orden superior en términos de desarrollo económico sostenible, tales como el fomento de la investigación científica y técnica, el mecenazgo cultural, la creación de empleo o el alcance de metas medioambientales, asuntos todos ello que se pueden relacionar sobre todo con el ejercicio de actividades económicas, en particular la tributación sobre beneficios de personas y empresas (IRPF e Impuesto de Sociedades).

Llevado al terreno local, sabemos que las funciones y competencias asignadas a los gobiernos de este nivel se encuadran sobre todo en el área de la provisión de bienes y servicios de ámbito territorial y sólo muy marginalmente en los terrenos redistributivo y estabilizador. Ello, unido al hecho de que el sistema tributario local se nutre básicamente de impuestos de naturaleza específica (inmuebles, vehículos…) y de que el único tributo de carácter personal que aporta recursos a los municipios de mayor dimensión (IRPF) no contempla capacidad normativa alguna para los gobiernos locales, hace que el amplio despliegue de beneficios fiscales en los tributos locales existente en la actualidad debería verse repensado y, en mi opinión, sustancialmente reducido.

El objetivo de los impuestos locales debe ser recaudar y otros objetivos de interés social deberían ser alcanzados mediante instrumentos alternativos, vía gastos o regulaciones

Esta misma idea fue la que mayoritariamente se hizo valer en la reciente Comisión de Expertos para la Revisión del Modelo de Financiación Local (Comisión de Expertos, 2018), cuyas propuestas en este sentido tratan de «limpiar» los tributos locales de todos aquellos elementos innecesarios que terminan por erosionar la recaudación. En la medida en que los impuestos municipales tienen todos ellos naturaleza real (son en buena medida herederos de la vieja imposición de producto), la mayoría de los miembros de la Comisión entendíamos que tiene poco sentido introducir en los mismos elementos de personalización que siempre serían parciales e incorporarían más distorsiones que beneficios en términos de equidad. Es por ello que nuestra propuesta se centra en la utilización de los tipos impositivos como elemento básico para el ejercicio de la autonomía local y que recomendemos minimizar, cuando no directamente eliminar, el uso de cualquier tipo de beneficios fiscales. El argumento subyacente es que, dadas sus características, el objetivo de los impuestos locales debe ser recaudar, y otros objetivos complementarios de interés social deberían ser alcanzados mediante instrumentos alternativos, vía gastos o regulaciones. De lo contrario, existe una alta probabilidad de que acabe sucediendo lo que decía el novelista francés Laurent Binet en La séptima función del lenguaje, «hay quien fue en busca de unicornios pero solo encontró rinocerontes».

 
Javier SUÁREZ PANDIELLO. Catedrático de Hacienda Pública Universidad de Oviedo. El Consultor de los Ayuntamientos, nº IV, Sección A Fondo, Septiembre 2019, Wolters Kluwer

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *